viernes, 4 de abril de 2014

La última oportunidad



Me estaba explicando mi yerno Luis que acababa de estropeárseles un televisor de 26 pulgadas que les había funcionado siempre muy bien y que, después de verlo un  amigo técnico en estas reparaciones, tras considerar que estaba suficiente amortizado y pensar en la dificultad de conseguir en este caso piezas de repuesto, decidieron que lo mejor era desprenderse del televisor y comprar otro de nueva línea, más moderno y de mejores prestaciones.

Pero en esto aparece mi hijo Javi, siempre contrario a tirar cosas que pueden servir, especialmente tratándose de un televisor cuya imagen era de las mejores que él había visto. La solución que aportó fue contar conmigo para que yo lo  reparase, haciendo un acto de fe, que yo le agradecí profundamente, ya que no es  mi actividad la de reparar televisores y por tanto no tengo  ni los conocimientos ni los recursos necesarios. Por ese acto de confianza acepté el reto y me dispuse a responder con la mejor voluntad posible a la fe que mi hijo me concedía gratuitamente.

A pesar de que en casa tenemos suficientes televisores, en algo coincidía con él, y era con su criterio sobre la buena calidad  de la imagen  que ofrecen los televisores de esta marca.

 Quedamos, pues, en que lo traerían  para que hiciéramos con el televisor lo que nos pareciese conveniente  y, teniendo en cuenta el tamaño,  el peso y las dificultades de traerlo, agradecí a mi yerno su buena voluntad por colaborar una vez más con los deseos de Javi.

El televisor quedó al fin depositado en el garaje de mi casa en un espacio para taller, sobre una resistente mesa pegada a una pared en la que hay ubicadas numerosas herramientas soportadas por las correspondientes clavijas.

Mis pronósticos sobre la reparación proyectada eran bastante malos, puesto que después de visto el problema por un técnico y dado el resto de circunstancias, estadísticamente era improbable que el aparato pudiera ser reparado; sin embargo ya he dicho que no podía darle una negativa a priori a mi hijo, después de su enorme demostración de confianza en mí.

El televisor había quedado aquí el fin de semana, y el lunes siguiente lo primero que hice fue disponerme a analizar, con la poca moral indicada, las posibilidades de reparación; sin embargo algo veía a favor del buen resultado de la operación y era que las averías en los inicios de los sistemas no tienen mal pronóstico en el caso de las máquinas y de los aparatos. Esto me hacía pensar que todavía quedaba en pie una esperanza de salvación.

La avería, en definitiva, consistía en un mal funcionamiento del interruptor de potencia (accionado por un pulsador) que era un incapaz de desconectar el televisor, de vez en cuando, una vez conectado. Esto es una falta de fiabilidad que realmente es una lata para el usuario del aparato.

Quité como pude la tapa posterior del aparato y aparecieron a la vista multitud de complicados circuitos y componentes llenos de polvo; sin embargo pude apreciar que con quitar un simple tornillo, podía deslizar con facilidad por unas guías la placa de circuitos atiborrada de componentes y quedaba  muy a la vista y accesible el interruptor causante de la avería.

 Comprobé que el interruptor funcionaba manualmente con dificultad ofreciendo resistencia en ambos sentidos y no hice otra cosa que darle un ligero toque de spray de “tres en uno”. Esto fue milagroso, porque el televisor pasó a funcionar perfectamente, “como si fuera nuevo”. Entendí que el problema estaba resuelto y mi alegría no tuvo límites por la suerte de resolver de una forma tan sencilla tan historiado problema. Por otra parte, el volver a montar la placa de circuitos en su posición original era de lo más sencillo y con ello se daría fin a la reparación.

Ante la buena evolución de la aventura me alegré por Javi y además mi autoestima aumentó  hasta niveles elevados puesto que, en pocos segundos, había resuelto  un problema de tan mal pronóstico. La operación era genial porque tendría razón mi hijo en creer en lo “manitas” que era su padre, cosa que recordaría  cada vez que utilizase el televisor.

Para redondear la jugada y no hacer las cosas a medias, decidí aprovechar la ocasión para limpiar el polvo de los circuitos con todo cuidado, utilizando un soplador y un aspirador con lo cual quedó todo casi como el día que salió de la fábrica. Repito que mi satisfacción era tan grande como si este día me hubieran hecho un extraordinario regalo.

Todo acabado, me dispuse a poner la tapa para dejarlo  cerrado en perfectas condiciones y para ello tuve que girar un poco el televisor para facilitar la colocación de la tapa; sin embargo, a pesar de hacerlo con cuidado porque el espacio de la mesa era escaso, no calculé bien el saliente del tubo de imagen, así que oí un ligero “clic” y a continuación oí una aspiración de aire de unos pocos segundos en la parte posterior, como si fuese el último estertor de un moribundo. Inmediatamente comprendí lo que había pasado: la parte posterior del bulbo de cristal del tubo de imagen había rozado con algún obstáculo de la pared y el cristal se había roto. Efectivamente, eso había pasado y acababa de cargarme nada menos que el tubo de imagen. Con ello toda la ilusión  por mi éxito en la reparación se vino al suelo en un segundo.

Mi moral, tan alta pocos segundos antes, pasó a nivel de cero inmediatamente, sin saber como superar tan desgraciado accidente. Pensé en beberme media botella de whisky, o de salfumán,  pero opté por fin por salir de casa e irme a tomar un café a un bar próximo.

Caminando hacia allí me hacía las siguientes reflexiones: yo siempre digo que ante cosas desgraciadas que nos ocurran, buscando bien, se encuentra algo que hace que sea  más valioso lo bueno que lo malo de la situación, pero me preguntaba: ¿Dónde está aquí lo bueno? ¿Cómo es posible estando tan cerca del éxito sufrir un fracaso tan tonto? Con lo bonito que había sido el comienzo, todo se había, al fin, malogrado. Me imaginaba el fuerte coste del tubo de imagen que con un ligero movimiento se había ido a hacer puñetas. Y ahora a llevar el televisor al punto limpio, informar a todos del fracaso y a soportar pacientemente  la cura de humildad correspondiente.

Creo que este suceso me ha servido para rebajarme los humos, porque quizá con esto de que me voy considerando escritor, aunque solo sea de un libro de principiante,  me estaba subiendo demasiado el nivel de autoestima.

A medida que van pasando los minutos pienso sobre todo en lo cerca que algunas veces situaciones de gran satisfacción están a segundos de grandes contrariedades por causa de descuidos insignificantes. Esto es lo que ocurre con frecuencia, si se tiene un momento desgraciado, especialmente conduciendo un coche.

A Javi, que iba a tener un medio de buena imagen quizá le sirva este suceso como argumento de uno de sus guiones, y en todo caso para aprender  esta triste lección.

A pesar de que, según indico, empiezo a encontrarlos, necesito seguir buscando todavía lados positivos que la situación pueda tener  para mitigar esta amarga sensación del paso tan rápido de algo que pintaba tan bien, a tan rotundo fracaso.

También pienso que estoy muy mal acostumbrado a que durante bastante tiempo las cosas me hayan ido saliendo  bien y necesito irme preparando para que suceda lo contrario, al menos para mantener la autoestima en niveles más modestos y bajarme los humos, ya que el mantenerlos exageradamente altos es una enfermedad de fácil adopción, que necesita urgentes remedios.


sábado, 25 de enero de 2014

NUESTRO GRILLO

   
Hace años, en nuestra etapa de recién casados, cuando yo iba a  trabajar a Datsa, mi esposa se ocupaba de los quehaceres domésticos, dedicando una parte de su tiempo a  las labores  que tienen lugar en la cocina. Entonces no teníamos hijos y, lógicamente, se sentía sola en un piso  alquilado en Zaragoza.
 
 No teníamos televisión y, por tanto,  la soledad resultaba acentuada por el silencio. Fueron pasando los días y en un determinado momento, oyó un par de notas del canto de un grillo procedente de la ventana de la cocina. Ella comprendió que provenían de uno de esos grillos negros y lustrosos que son bastante pequeños,  tienen unas alas cortas y  suelen cantar a pleno pulmón en el campo, especialmente algunas noches de verano.  Por eso era muy extraño que cantara  un grillo por el día y además en aquel lugar de nuestra casa.
  
Cuando  volví de mi trabajo, me explicó María el sorprendente suceso e imaginamos que el acceso del grillo se había producido casualmente por hallarse en alguna de las verduras que comprábamos y no encontramos explicación al hecho de que emitiese aquellas dos  únicas notas  a plena luz del día. Quisimos pensar que significaban un saludo, o que quizá eran un sondeo para averiguar cómo sería recibido en aquel lugar  extraño y desconocido para él.
   
Lo cierto es que la experiencia no debió de ser negativa para el grillo, porque al día siguiente volvió a cantar, pero esta vez una media docena de notas del mismo tono e intensidad  que las del día anterior. También esta vez me informó mi esposa de la situación y nos quedamos pendientes de la evolución en los próximos días. Y sucedió que el grillo, al percibir que María era inofensiva y acogedora,  decidió  arriesgarse a cantar sin complejos; así que, mientras  ella cocinaba, pasó a sentirse acompañada por aquel invisible animalico.
    
Éste, convencido de que no corría peligro, se atrevió a hacerse visible y allí teníamos a María amiga de un grillo que se dejaba ver tranquilamente por toda la cocina y cuando le parecía le cantaba sus joticas grilleras. Y ella estaba maravillada con aquel compañero tan simpático y ameno. Yo también estaba complacido de que, cuando María se quedaba sola en casa tuviera  la compañía de nuestro grillo, al que conocí porque me lo presentó un día ubicado tranquilamente en un lugar visible de la cocina.

Fueron pasando los días en esta situación tan chocante y encantadora y nosotros nos sentíamos contentos de convivir con  aquella minúscula y cantarina mascota.

Un día invitamos a cenar a un matrimonio del que éramos muy amigos y cuando nos hallábamos todos en el cuarto de estar charlando tranquilamente, la esposa de nuestro amigo salió un momento para hacer no sé qué cosa y al volver, dijo: “María, tenías un grillo en la cocina, pero no te preocupes, que ya lo he matado”.
   
María y yo nos miramos con los ojos muy abiertos y cara de sorpresa y de pena, porque nos acababa de matar a un ser muy querido que confiaba en que en nuestra casa convivía con nosotros,  sin ningún peligro.
  
En ese cielo en el que  irónicamente imagino a las almas de los animales cuando mueren, supongo que se halla un grillo negrico que, con su minúsculo cerebro, ha aprendido que entre las personas que habitan en esta bola llamada Tierra, hay unas que llegan a querer a los grillos y otras que pueden matarlos sin ningún motivo.
 
 Y en todos estos años, muchas veces hemos sentido  pena, por no haber sabido proporcionarle la suficiente seguridad a nuestro amigo el grillo y quizá  él también recuerde lo feliz que fue durante un tiempo,  en  aquella casa  y el cariño que le tuvieron aquel par de recién casados.

EPILOGO
Pasado un tiempo desde mi anterior escrito, supe que el nombre de grillo era realmente grillo doméstico según su denominación común, aunque la científica es la de  ortóptero (¿os acordais de aquella lista de los insectos que decíamos de carrerilla que era: “apterigógenos, arquípteros ortópteros, hemípteros, etc., etc.?”). Pues ahí aparece la familia de nuestro grillo, que, por supuesto, su nombre no es el de saltamontes, porque  esos, aunque parientes, son otros.
También supe que se trataba de un grillo macho, ya que las hembras no cantan y averigüé que el objetivo de sus cantos  no era  amenizar las mañanas de María, sino atraer a los grillos hembra o grillas;  y menos mal que no había alguna por las cercanías, ya que, de haberse cumplido los deseos de nuestro imprevisto huésped, la hembra una vez emparejada con él habría puesto en algún rincón cientos de huevos y podía haberse llenado la casa de grillos omnívoros (que comen de todo, incluso tejidos) de ambos sexos y aunque la vida media de los grillos es de un año nos hubiéramos visto obligados a fumigarlos por aquello de o ellos o nosotros, así que la acción exterminadora de nuestra amiga que a primera vista pareció la quiebra de un encanto, posiblemente nos libró de una infausta tarea a corto plazo. (¿Verdad que cuando se mejora el conocimiento de las situaciones, las conclusiones son muy diferentes a las que extraemos sin suficiente información?)