Me estaba explicando mi yerno
Luis que acababa de estropeárseles un televisor de 26 pulgadas que les había
funcionado siempre muy bien y que, después de verlo un amigo técnico en estas reparaciones, tras
considerar que estaba suficiente amortizado y pensar en la dificultad de
conseguir en este caso piezas de repuesto, decidieron que lo mejor era desprenderse
del televisor y comprar otro de nueva línea, más moderno y de mejores
prestaciones.
Pero en esto aparece mi hijo Javi,
siempre contrario a tirar cosas que pueden servir, especialmente tratándose de
un televisor cuya imagen era de las mejores que él había visto. La solución que
aportó fue contar conmigo para que yo lo reparase, haciendo un acto de fe, que yo le
agradecí profundamente, ya que no es mi
actividad la de reparar televisores y por tanto no tengo ni los conocimientos ni los recursos
necesarios. Por ese acto de confianza acepté el reto y me dispuse a responder con
la mejor voluntad posible a la fe que mi hijo me concedía gratuitamente.
A pesar de que en casa tenemos
suficientes televisores, en algo coincidía con él, y era con su criterio sobre
la buena calidad de la imagen que ofrecen los televisores de esta marca.
Quedamos, pues, en que lo traerían para que hiciéramos con el televisor lo que
nos pareciese conveniente y, teniendo en
cuenta el tamaño, el peso y las
dificultades de traerlo, agradecí a mi yerno su buena voluntad por colaborar
una vez más con los deseos de Javi.
El televisor quedó al fin
depositado en el garaje de mi casa en un espacio para taller, sobre una
resistente mesa pegada a una pared en la que hay ubicadas numerosas
herramientas soportadas por las correspondientes clavijas.
Mis pronósticos sobre la
reparación proyectada eran bastante malos, puesto que después de visto el
problema por un técnico y dado el resto de circunstancias, estadísticamente era
improbable que el aparato pudiera ser reparado; sin embargo ya he dicho que no
podía darle una negativa a priori a mi hijo, después de su enorme demostración
de confianza en mí.
El televisor había quedado aquí
el fin de semana, y el lunes siguiente lo primero que hice fue disponerme a
analizar, con la poca moral indicada, las posibilidades de reparación; sin embargo
algo veía a favor del buen resultado de la operación y era que las averías en
los inicios de los sistemas no tienen mal pronóstico en el caso de las máquinas
y de los aparatos. Esto me hacía pensar que todavía quedaba en pie una
esperanza de salvación.
La avería, en definitiva, consistía
en un mal funcionamiento del interruptor de potencia (accionado por un pulsador)
que era un incapaz de desconectar el televisor, de vez en cuando, una vez
conectado. Esto es una falta de fiabilidad que realmente es una lata para el
usuario del aparato.
Quité como pude la tapa posterior
del aparato y aparecieron a la vista multitud de complicados circuitos y
componentes llenos de polvo; sin embargo pude apreciar que con quitar un simple
tornillo, podía deslizar con facilidad por unas guías la placa de circuitos
atiborrada de componentes y quedaba muy
a la vista y accesible el interruptor causante de la avería.
Comprobé que el interruptor funcionaba
manualmente con dificultad ofreciendo resistencia en ambos sentidos y no hice
otra cosa que darle un ligero toque de spray de “tres en uno”. Esto fue milagroso,
porque el televisor pasó a funcionar perfectamente, “como si fuera nuevo”.
Entendí que el problema estaba resuelto y mi alegría no tuvo límites por la
suerte de resolver de una forma tan sencilla tan historiado problema. Por otra
parte, el volver a montar la placa de circuitos en su posición original era de
lo más sencillo y con ello se daría fin a la reparación.
Ante la buena evolución de la
aventura me alegré por Javi y además mi autoestima aumentó hasta niveles elevados puesto que, en pocos
segundos, había resuelto un problema de
tan mal pronóstico. La operación era genial porque tendría razón mi hijo en
creer en lo “manitas” que era su padre, cosa que recordaría cada vez que utilizase el televisor.
Para redondear la jugada y no
hacer las cosas a medias, decidí aprovechar la ocasión para limpiar el polvo de
los circuitos con todo cuidado, utilizando un soplador y un aspirador con lo
cual quedó todo casi como el día que salió de la fábrica. Repito que mi
satisfacción era tan grande como si este día me hubieran hecho un
extraordinario regalo.
Todo acabado, me dispuse a poner
la tapa para dejarlo cerrado en
perfectas condiciones y para ello tuve que girar un poco el televisor para
facilitar la colocación de la tapa; sin embargo, a pesar de hacerlo con cuidado
porque el espacio de la mesa era escaso, no calculé bien el saliente del tubo
de imagen, así que oí un ligero “clic” y a continuación oí una aspiración de
aire de unos pocos segundos en la parte posterior, como si fuese el último
estertor de un moribundo. Inmediatamente comprendí lo que había pasado: la
parte posterior del bulbo de cristal del tubo de imagen había rozado con algún
obstáculo de la pared y el cristal se había roto. Efectivamente, eso había
pasado y acababa de cargarme nada menos que el tubo de imagen. Con ello toda la
ilusión por mi éxito en la reparación se
vino al suelo en un segundo.
Mi moral, tan alta pocos segundos
antes, pasó a nivel de cero inmediatamente, sin saber como superar tan
desgraciado accidente. Pensé en beberme media botella de whisky, o de salfumán, pero opté por fin por salir de casa e irme a
tomar un café a un bar próximo.
Caminando hacia allí me hacía las
siguientes reflexiones: yo siempre digo que ante cosas desgraciadas que nos
ocurran, buscando bien, se encuentra algo que hace que sea más valioso lo bueno que lo malo de la
situación, pero me preguntaba: ¿Dónde está aquí lo bueno? ¿Cómo es posible
estando tan cerca del éxito sufrir un fracaso tan tonto? Con lo bonito que
había sido el comienzo, todo se había, al fin, malogrado. Me imaginaba el fuerte
coste del tubo de imagen que con un ligero movimiento se había ido a hacer
puñetas. Y ahora a llevar el televisor al punto limpio, informar a todos del
fracaso y a soportar pacientemente la
cura de humildad correspondiente.
Creo que este suceso me ha
servido para rebajarme los humos, porque quizá con esto de que me voy
considerando escritor, aunque solo sea de un libro de principiante, me estaba subiendo demasiado el nivel de
autoestima.
A medida que van pasando los
minutos pienso sobre todo en lo cerca que algunas veces situaciones de gran
satisfacción están a segundos de grandes contrariedades por causa de descuidos
insignificantes. Esto es lo que ocurre con frecuencia, si se tiene un momento
desgraciado, especialmente conduciendo un coche.
A Javi, que iba a tener un medio
de buena imagen quizá le sirva este suceso como argumento de uno de sus guiones,
y en todo caso para aprender esta triste
lección.
A pesar de que, según indico,
empiezo a encontrarlos, necesito seguir buscando todavía lados positivos que la
situación pueda tener para mitigar esta
amarga sensación del paso tan rápido de algo que pintaba tan bien, a tan
rotundo fracaso.
También pienso que estoy muy mal
acostumbrado a que durante bastante tiempo las cosas me hayan ido saliendo bien y necesito irme preparando para que
suceda lo contrario, al menos para mantener la autoestima en niveles más modestos
y bajarme los humos, ya que el mantenerlos exageradamente altos es una enfermedad
de fácil adopción, que necesita urgentes remedios.