sábado, 19 de junio de 2010

¿Cómo somos?

El conocimiento de lo que somos es una tarea difícil, puesto que hay que considerar lo que nosotros creemos que somos, lo que los demás creen que somos y lo que realmente somos. Estamos en un terreno muy resbaladizo, ya que:

De entrada, lo que realmente somos es algo cambiante con la edad y las circunstancias.

Lo que de nosotros piensan que somos, es la repanocha ya que habrá tantos conceptos como personas que nos analicen, con la dificultad añadida de que no somos, como acabo de decir, algo invariable.

El pensamiento reflexivo sobre lo que nosotros mismos somos tampoco es tarea fácil, pues ese conocimiento lo vamos adquiriendo con el paso del tiempo en función de nuestras reacciones ante las distintas circunstancias, y por el efecto espejo que nos transmiten los demás y, al respecto, se me ocurre la siguiente pregunta: ¿Sacaríamos una idea clara de cómo somos físicamente si nos mirásemos sucesivamente en multitud de espejos que deformasen en mayor o menor medida nuestra imagen? La respuesta, naturalmente, sería negativa. Pues esto mismo sucede cuando se trata de conseguir una idea propia de cómo somos por la vía de lo que los demás piensan de nosotros.

Sirva lo anterior como introducción de la dificultad de este asunto. Pero yo me voy a referir, dejando a un lado disquisiciones sicológicas, a un práctico método bastante fiable para conocernos, y también nada menos que para conocer a los demás, teniendo en cuenta que esto último tiene una dificultad específica que es la de que llevamos por la vida una careta más o menos opaca con la que tratamos de mejorar la imagen que transmitimos. Este método elimina las caretas por ejemplo de las buenas palabras, las sonrisas forzadas, las indumentarias, etc., etc.

No es un sistema complicado (me recuerda al huevo de Colón) y tampoco es nuevo. Aparece escrito en la Biblia, (Mateo7.16 y 7.20), y dice simplemente: “por sus frutos los conoceréis”. La sabiduría popular hace, en cierto modo, alusión a esto mismo, cuando proclama: “obras son amores, que no buenas razones”.

Todos hemos oído mil veces estas expresiones y nos resbalan sin pensar que tenemos con ello una magnífica forma de calibrar la verdadera calidad de las personas incluida la de nosotros mismos. A mí me viene a la memoria este sistema cuando pienso en personas brillantes porque, de inmediato, se me ocurre preguntarme: ¿Esta persona, qué ha hecho? Y lo que veo me aclara las ideas y en ocasiones me encuentro con grandes sorpresas. También me he sorprendido al analizar de este modo a personas aparentemente superficiales e inmaduras, porque algunas veces he encontrado que sus realizaciones las hacen dignas del máximo respeto. Finalmente cuando empezamos a tener un lío con nuestra propia identidad, sea por hallarnos en momentos de baja autoestima o por estar demasiado eufóricos, el análisis de nuestras obras nos facilita la mejora en nuestra mente del orden de las ideas.

Para terminar hay que decir que podemos tener un problema en la calificación de las obras personales, aunque suele haber un general acuerdo en la importancia y signo de las mismas. Yo, particularmente, me suelo centrar (siempre que puedo) en el análisis de la familia que la persona haya colaborado en crear, ya que esta (insisto en que para mí), es seguramente la mayor obra que los humanos podemos hacer, que está muy por encima de otras más espectaculares y de mayor relieve social. Lo que ocurre es que de muchas personas muy populares esta faceta nos es desconocida, y tenemos que limitar nuestro análisis a las obras que los medios de comunicación hayan difundido, que aunque no sea una información completa y satisfactoria, nos permite hacernos una idea, aunque no sea más que aproximada, de la persona en cuestión.

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