martes, 4 de mayo de 2010

El mejor amigo

Un ambientazo. Esto era lo que teníamos en casa de mis suegros, en Gandesa (Tarragona), cada verano, durante buena parte de las vacaciones estivales, cuando nuestros hijos eran pequeños.

Éramos quince comensales todos los días a la hora de comer, y nueve a la de cenar. Con mis suegros Joaquín y Rosita, nos reuníamos allí sus queridos yernos Miguel y un servidor, sus hijas María (mi esposa) y Teresa (esposa de Miguel), nuestros cinco hijos, y los cuatro de Teresa y Miguel. Mis cuñados y sus hijos no cenaban en casa de mis suegros; por eso para cenar solamente éramos nueve.

El hecho de reunirnos allí tanta gente da idea de la forma de ser acogedora y generosa de mis suegros, que no mostraron nunca fastidio por aquella situación sino que, por el contrario, se les veía siempre contentos como si cada día fuese festivo.

Los nueve primos nunca se pelearon, que yo sepa, y si tuvieron algún rocecillo debió de ser insignificante. Iban en bicicleta por todas partes y, con estos ejercicios, acumulaban calorías para refrescarse una y otra vez en la sufrida piscina del jardín.

Una consecuencia de circular en bicicleta por todas partes a todas horas era la continua reparación de pinchazos de ruedas, que mi suegro iba subsanando pacientemente.

Aquella fue, durante años, una muestra de convivencia lingüística e interautonómica que podría servir de referencia y ejemplo a imitar por algunos.

He querido hacer esta somera introducción para reflejar el ambiente en que sucedió lo que a continuación relato:

Al regreso de las excursiones en bicicleta comenzaron a venir los chicos acompañados de un perro galgo joven con cara de avispado que, una vez en casa, atendida su sed y parte de su apetito, desaparecía misteriosamente y, al día siguiente, volvía a repetirse la operación, alargándose cada vez más la estancia hasta que el animalico terminó siendo uno más de los veraneantes en aquella casa. Nosotros dedujimos que se trataba de un perro abandonado por su dueño, circunstancia que no es rara en aquellas latitudes. El animal, dando muestras de notable inteligencia, se ve que había localizado a nuestros hijos, le parecieron buena gente y, tanteando el recibimiento por parte de los mayores, comprendió que todo aquel personal era de fácil trato, de forma que, unilateralmente, nos adoptó como sustitutos de su anterior dueño. De esta manera, el resto de las vacaciones el perro terminó de integrarse con toda la tropa, salvo pequeñas desapariciones que hacía, seguramente para relacionarse también con los de su misma especie, y todos tan contentos.

Terminadas las vacaciones, hicimos los equipajes y nos dispusimos a regresar a Zaragoza un poco apretados en el coche y bastante tristes por efecto lógico de la separación de nuestros muy queridos familiares. Cuando íbamos a tomar la carretera general nos dimos cuenta de que nuestro amigo el perro (del que en medio del trajín de la partida nos habíamos olvidado), acababa de percatarse de que estábamos yéndonos de Gandesa. El pobre animal, aun a riesgo de ser atropellado por algún vehículo, comenzó a correr, ladrando, hacia nosotros. Nuestros hijos comenzaron a gritar indicando que nos seguía el perro a todo correr, e incluso yo lo veía por el retrovisor. Aceleré un poco y el pobre perro aumentó también su velocidad intentando alcanzarnos a toda costa, seguramente pensando que no lo habíamos visto, porque debía de ser para él impensable que, viéndole, le abandonásemos tan miserablemente en mitad de la carretera a pesar de ser sus amigos.

A todos nos saltaban las lágrimas, yo incluido. En un instante valoré la posibilidad de parar y traernos el perro a Zaragoza pero comprendí que era una locura ya que nuestra casa no podía albergar al animal aquel puesto que, además de los siete que íbamos en el coche, vivía con nosotros mi madre y, de vez en cuando, los padres de María y, cuando alguna vez habíamos contemplado fríamente la posibilidad de tener algún animal, la habíamos descartado de inmediato.

En aquella situación la cabeza decía no y el corazón gritaba sí, y venció la cabeza. El animal sin duda nos había tomado cariño y a la vez debía de sentirse indefenso si nosotros desaparecíamos de su vida, pensamiento que puede que le resultase especialmente penoso al recordar el abandono de su anterior dueño y las dificultades que debió de tener a continuación.

El perro siguió corriendo, hasta que, en un cambio de rasante de la carretera, mirando hacia atrás, lo vimos, recortándose en el cielo, detenerse, al vernos ya muy lejos.

Lo contemplamos en silencio con un nudo en la garganta, y todos nos quedamos con la triste estampa del perro parado, sudoroso y desesperado, y nos lo imaginamos regresando finalmente, cansino y desmoralizado, al pueblo que acabábamos de dejar.

Supimos después, que había vuelto a la casa de mis suegros y tuvo la temporal alegría de ver que aún estaba el resto de los chicos; pero sus desgracias no habían terminado, porque no tardaron en irse y nos dijeron que se repitió exactamente el mismo desespero e igual intento de alcanzarles cuando se iban.

Nunca supimos qué sucedió posteriormente con aquel perro. Imaginamos que, como él temía, su futuro debió de estar lleno de penalidades y sufrimientos.

A mi me quedó la impresión de que lo traicionamos, y aún me siento culpable de aquella faena. Los chicos se quedaron, unos más y otros menos, con la misma sensación, y en alguno de ellos, especialmente en los más sensibles, como por ejemplo en Joaquín, se desarrolló, poco a poco, un sentimiento de deuda y de amor especial hacia los animales, que ha ido teniendo consecuencias: por ejemplo, en cierta ocasión, nos trajo a casa seis u ocho perricos recién nacidos que encontraron, paseando con un amigo, por las orillas del canal Imperial. Otra vez rescató del centro de una rotonda en una carretera de Valencia a un gato pequeño perdido, que maullaba pidiendo auxilio. Le puso por nombre Jonás y se lo llevó a vivir a su piso; posteriormente lo trajo a Zaragoza, y lo acomodó en la nave de la empresa que teníamos. Últimamente, se ha rodeado de dos dálmatas que muchos conoceréis y que le dan molestias y trabajos que soporta pacientemente. Ocasionan también molestias a los vecinos y espero que le perdonéis porque intenta, y seguirá intentando, evitarlas; sin embargo no es tarea fácil si no es por el expeditivo procedimiento de devolverlos a la perrera, y esto es impensable, porque ya una vez traicionamos, entre todos, a un perro y tenemos asumido, especialmente Joaquín, que nunca lo repetiremos.

No hay comentarios: